Megaproyectos en tiempos de crisis: el caso de España

En una España devastada por la crisis, la continuidad de ciertas grandes infraestructuras culturales en construcción está en tela de juicio. Después de 20 años de edificación intensiva de museos de arte contemporáneo, de salas de conciertos o de teatros, estimulada por unas administraciones regionales recientes y deseosas de construir una nueva identidad, los efectos de la crisis son muy palpables: derrumbamiento de las subvenciones y del mecenazgo y simplificación de los programas de las fundaciones bancarias (como la de La Caixa), de los museos o de los festivales. Eso cuando no se trata directamente de la bancarrota, como en el caso del gran festival de música Summercase en Barcelona o en el del admirable Museo Chillida-Leku en el País Vasco.

0. Introducción

En una España devastada por la crisis, la continuidad de ciertas grandes infraestructuras culturales en construcción está en tela de juicio. Después de 20 años de edificación intensiva de museos de arte contemporáneo, de salas de conciertos o de teatros, estimulada por unas administraciones regionales recientes y deseosas de construir una nueva identidad, los efectos de la crisis son muy palpables: derrumbamiento de las subvenciones y del mecenazgo y simplificación de los programas de las fundaciones bancarias (como la de La Caixa), de los museos o de los festivales. Eso cuando no se trata directamente de la bancarrota, como en el caso del gran festival de música Summercase en Barcelona o en el del admirable Museo Chillida-Leku en el País Vasco.

En este contexto es interesante, por lo tanto, hacer un balance de los grandes proyectos actuales y de su gestión, a veces azarosa. La crisis y una gestión local atropellada por los vaivenes de la política han favorecido los retrasos en el cumplimiento de los contratos y una enorme dilatación de los presupuestos. Algunas estructuras, aprobadas en tiempo de bonanza económica, luchan hoy por encontrar financiación y justificación a ojos de los ciudadanos. El ejemplo más emblemático es el de la titánica Ciudad de la Cultura de Santiago de Compostela, inaugurada hace poco: muy inacabada, con siete años de retaso y un presupuesto cuatro veces superior al inicial. La apertura parcial al público no ha matizado la inquietud de los gallegos frente a este coloso, susceptible de devorar él solo cada año en gastos de mantenimiento una tercera parte del presupuesto total de esta Comunidad Autónoma.

El ejemplo del Ciudad de la Cultura no es único en España. Después de examinar los motivos y la oscura gestación de este megaproyecto (1ª parte), veremos cómo la incuria administrativa se repite en el caso de otras empresas museísticas. Algunas experiencias a veces exitosas en cuanto a imagen, pero con cierta falta de previsión en lo relativo a sus contenidos, ponen de relieve la ausencia de una conciencia más generalizada sobre lo que tiene que ser un museo o un centro cultural a nivel educativo, en el marco todavía tan borroso de los derechos culturales (2ª parte).

1. La Ciudad de la Cultura, un modelo de gestión a la deriva

En el mes de enero pasado, los príncipes de Asturias, Felipe y Letizia, inauguraron el proyecto que en gallego se denomina Cidade da Cultura acompañados de un reducido grupo de personalidades, en una rápida ceremonia mañanera de apenas una hora. No hubo grandes fiestas nocturnas ni fuegos artificiales, no retumbaron los ecos de grandes orquestas o las voces de importantes cantantes pop. Nada de grandes festividades para celebrar en condiciones lo que es, sin embargo, el proyecto cultural más importante de Europa hoy en día…

¿Por qué esa inauguración casi a escondidas? ¿Por qué no se quiso darle más brío a la apertura de un centro cultural gigantesco, destinado a recibir a los cientos de miles de peregrinos que convergen cada año desde toda Europa en Santiago de Compostela, el tercer lugar de peregrinaje más importante de la cristiandad después de Roma y Lourdes? ¿Quizás no se ha querido simplemente dar más fasto a una obra faraónica, que ha engullido desde sus comienzos millones de euros y, junto con ellos, el entusiasmo del contribuyente gallego?

La gestación del proyecto

Para entenderlo mejor, hace falta remontarse al año 1999, cuando el entonces presidente de la Xunta de Galicia, Manuel Fraga (1922), puso en marcha un proyecto lleno de utopía: crear en la capital gallega un vasto centro multidisciplinar y emblemático, capaz de situar la ciudad en el mapa cultural de Europa, y al mismo tiempo dejar su impronta personal en el paisaje cultural español y mundial. Fraga, infatigable figura del panorama político ibérico, fue ministro de Información y Turismo bajo la dictadura del general Franco, antes de participar en la redacción de la Constitución democrática de 1978. Fundó luego el gran partido político conservador español (Alianza Popular, más tarde Partido Popular) y se mantuvo durante 15 años, de 1990 al 2005, como presidente de la Xunta, el gobierno de la Comunidad Autónoma que le había visto nacer… Hombre de convicciones abruptas, no dudó, antes de dejar ese cargo, en lanzar un proyecto a la medida de su dilatada carrera, espoleado por el éxito del ejemplo bilbaíno (el Museo Guggenheim, completado en 1998) y deseoso de dar a una pequeña capital regional una dimensión sociocultural mucho más relevante. Para ello ideó nada menos que un complejo inmenso de seis grandes instituciones: el Museo de Galicia, la Biblioteca de Galicia, el Archivo de Galicia, el Centro de Arte Internacional y el Centro de la Música y de las Artes Escénicas, completados por un edificio de Servicios Centrales de vocación polivalente y administrativa.

Para llevar a cabo esta idea, se eligió como sede de la futura Ciudad de la Cultura una vasta colina situada a la salida del casco antiguo, el monte Gaiás. Se lanzó un concurso internacional de arquitectura, ganado por el estudio del estadounidense Peter Eisenman (1932). Gran teórico, instigador del deconstructivismo en la arquitectura siguiendo los pasos filosóficos de Jacques Derrida, Eisenman es mundialmente conocido por realizar unas obras extraordinarias cuyo objetivo es alejarse de toda idea de previsibilidad y no dejarse guiar por los imperativos funcionales de los edificios. El proyecto presentado rebosaba, sin duda, una deslumbrante riqueza conceptual. Se trataba de rebajar toda la cima del monte Gaiás, para levantar en su lugar un edificio que combinaría diferentes variables y sería capaz al final de recrear la silueta del propio monte. ¿Y esas variables? Reproducir el trazado a escala real de las cinco calles más emblemáticas del centro histórico de Santiago, que convergen en la famosa catedral; incorporar la vieira, símbolo del famoso peregrinaje; aplicar a esa matriz dos cuadrículas de escalas diferentes, para unificar el conjunto de las construcciones, y en última instancia recuperar la memoria del propio monte Gaiás, para levantar el conjunto en tres dimensiones siguiendo su antigua silueta.

Las variables, combinadas por complejos programas informáticos, dan como resultado un edificio que efectivamente sigue la silueta del monte y parece dividirse de manera aleatoria y absolutamente caótica en diferentes bloques, todos ellos recubiertos por pequeños cuadrados de piedra de color arena y todos ellos atravesados por grandes y blancos caminos divisorios de dos anchuras diferentes (las dos cuadrículas). Por dentro, se reproduce la sensación de deconstrucción: no hay espacios sencillos, sino una sucesión de salas asimétricas donde, tanto en los suelos como en el aire, vemos discurrir las diferentes variables, con un complejo sistema de trazados en el pavimento y de vigas y columnas, que en todos los casos atraviesan los espacios siguiendo las líneas de las variables mencionadas. Son unos espacios que a veces parecen no tener ni techos ni paredes y que en ocasiones hacen dudar de la existencia de los propios suelos, ya que estos se ordenan a menudo en diferentes niveles con balconadas para romper con la planicie tradicional de las superficies.

Maravilla arquitectónica y desastre político-financiero

Naturalmente, no puede dejar de saludarse la extraordinaria belleza de la obra de Peter Eisenman, que ha conseguido expresar a la perfección y con una enorme fuerza poética su idea inicial, la de hacer un edificio capaz de dialogar con el espacio y el tiempo, con la ciudad de Santiago y su larga historia, algo que sin duda está destinado a convertirse en un símbolo de Galicia, un hito de la arquitectura mundial y un símbolo absoluto de la teoría deconstructivista. Como la vieira misma que filtra las aguas, la Ciudad de la Cultura es además, y antes de llegar a la catedral, el último tramo del Camino de Santiago: un golpe maestro por lo tanto para retener entre sus calles, aunque sea por el tiempo de un paseo, a todos los visitantes que convergen en la ciudad del apóstol.

Los elogios, sin embargo, se quedan mucho más cortos a la hora de examinar la gestión político-financiera del conjunto y la de su contenido. La poética desmesura que podía evocar el proyecto arquitectónico inicial ha dado lugar a una cruda demencia en el plano administrativo. Las cifras hablan por sí solas: la Ciudad de la Cultura se inicia en el 2000, con un presupuesto de 132 millones de euros y una duración de tres años prevista para las obras, para una construcción ya de 60.000 metros cuadrados. Ahora bien, hoy y con siete años de retraso sólo cuatro de los seis edificios están acabados: la Biblioteca, el Archivo, el Museo y los Servicios Centrales (los centros de arte y de música, que constituyen la cima del conjunto, apenas se han empezado). La superficie total ronda al final los 150.000 metros cuadrados y la altura total de la obra se ha incrementado un 11 por ciento en relación con los esbozos iniciales. El incremento del coste era de esperar, pero quizás no en proporciones tan descomedidas: el presupuesto ronda ya los 475 millones de euros. Y la cifra final, seguramente, será más elevada. Tan sólo el coste de mantenimiento se elevaría a 48 millones anuales, lo cual engulliría, como se ha señalado, nada menos que una tercera parte del presupuesto cultural de toda Galicia.

¿Las razones de tantos desajustes? El gigantismo del proyecto inicial y la dificultad de pronosticar, a nivel arquitectónico, los imprevistos de un edifico de tal complejidad tienen seguramente algo que ver. Sin embargo, la principal explicación es claramente política: los paros de la construcción después de la alternancia del 2005, cuando Fraga dejó de ser presidente de Galicia y ganó la oposición socialista, a lo que se suma una extrema opacidad en los contratos de obra. Los gobiernos siguientes no se atrevieron a cuestionar el imponente legado de Fraga y fueron incapaces de reaccionar con contundencia a la sangría financiera provocada por los retrasos. Peor todavía, no supieron elaborar ningún proyecto claro de contenido para el conjunto cultural, con el cual podían haber empezado a informar de su labor. Frente a este desastre financiero y a la incuria programática, que devoran a gran velocidad el fruto de los impuestos, la opinión pública se encuentra naturalmente en una posición de rechazo extremo. Sin saber qué será de la programación, no puede sino encontrarse en las peores disposiciones posibles frente a lo que debía de ser un equipamiento para todos, un símbolo patrio, un hito educativo. Desde un principio, la obra no ha cesado de recibir las violentas críticas de los medios de comunicación, de los partidos de la oposición y de no pocas voces en el propio Partido Popular. El «Mausoleo de Fraga», como se designa ya la Ciudad de la Cultura, recibió, es cierto, 50.000 visitas durante el primer mes de su apertura, pero se trata de una reacción normal después de tantos años de frustración ciudadana, y ese dato no debe esconder un profundo enojo popular que tardará años en esfumarse, si es que la dirección efectiva de la Ciudad es capaz de proponer a tiempo una programación atractiva, orientada con eficacia a la educación cultural de los gallegos y susceptible de generar también suficientes recursos en términos de eventos, alquileres o congresos, para aliviar la carga de su descomunal coste de mantenimiento a cargo del erario público.

Hay que esperar no se quede la Cidade da Cultura, en definitiva, como el brillante sueño de un solo hombre, deseoso de realzar con grandilocuencia su país y su vida en un importante lugar santo, como Félix Houphouët-Boigny con su gigantesca basílica en Yamusukro. Los paralelismos destacan curiosamente, por cierto, entre el proyecto del que fuera presidente de Costa de Marfil y el ex presidente gallego: en ambos casos asistimos a la construcción de una obra faraónica en pleno campo, situada igualmente en la región de origen de su promotor; en los dos ejemplos se trata de dar más empaque a sendas capitales nuevas (antes eran Abiyán y La Coruña, respectivamente, y se cambiaron prácticamente al mismo tiempo a principios de los años ochenta), y, por último, las obras, ambas construidas con dinero público, se inauguran también en tiempos de crisis económica, lo que provocó el profundo rechazo de la población. ¿Yamusukro fue ofrecida a Juan Pablo II? Se avanza la inauguración de la Ciudad de la Cultura para que coincida con el final del Xacobeo, año santo de Galicia, justo después de la visita de Benedicto XVI… ¿En Yamusukro está enterrado Houphouët-Boigny? La Ciudad de la Cultura está ya apodada, como se ha dicho, el «Mausoleo de Fraga», y éste no ha escondido recientemente que le haría ilusión que la obra llevara su nombre.

2. Un modelo de desarrollo cultural carente de base educativa

La construcción de la Ciudad de la Cultura se sitúa dentro de una impresionante oleada de nuevas infraestructuras culturales en España, que empezó después de la transición democrática a finales de los años setenta y siguió con la consolidación paulatina de las administraciones de las nuevas Comunidades Autónomas. La necesidad de recuperar el tiempo perdido durante 40 años de dictadura, por un lado, y de dar a estas nuevas administraciones un mejor brillo cultural, por el otro, impulsó un fenómeno que dinamizaría más aún, si cabe, el extraordinario éxito del Museo Guggenheim inaugurado en 1998, lo que incitó a otras ciudades a proveerse de superequipamientos culturales de esa envergadura. Sin olvidar el impulso de importantes centros privados creados por poderosas fundaciones de bancos y cajas de ahorros, la letanía de la creación de centros es impresionante: Reina Sofía (Madrid, 1988), Centre d’Art Santa Mònica (Barcelona, 1988), IVAM (Valencia, 1989), CGAC (Santiago de Compostela, 1989), CCCB (Barcelona, 1994), MACBA (Barcelona, 1995), Guggenheim (Bilbao, 1997), CAAC (Sevilla, 1997), ARTIUM (Vitoria, 2002), MARCO (Vigo, 2002), CaixaForum (Barcelona, 2002), La Casa Encendida (Madrid, 2002), MUSAC (León, 2005), TEA (Tenerife, 2007), CaixaForum (Madrid, 2008), Ciudad de la Cultura (Santiago de Compostela, 2010), MACA (Alicante, 2010)… Los desajustes entre previsión y resultados son particularmente notables en el caso de la Ciudad de la Cultura y no han caracterizado naturalmente a todos estos proyectos. Sin embargo, vuelven a encontrarse en otros ejemplos actuales, aunque de mucha menor envergadura, como el Museo del Diseño de Barcelona o el Museo de Arte Contemporáneo de Alicante.

El DHUB

El futuro Museo del Diseño de Barcelona es otro ejemplo de cómo puede sufrir un proyecto por los avatares de la política local. Situado en la plaza de les Glòries Catalanes, a la sombra de la sensual Torre Agbar concebida por Jean Nouvel e icono absoluto de la Barcelona posmoderna, se ubica en el corazón del famoso 22@, barrio de las nuevas tecnologías lleno de innovadoras arquitecturas. Se trata de un proyecto encargado hace ya 10 años, en el 2001, al estudio del famoso arquitecto barcelonés Oriol Bohigas (autor de la Ciudad y del Puerto Olímpicos), pero que tuvo que esperar hasta el 2008 para empezar a construirse. Fueron unos años de retraso marcados por los embrollos políticos, así como por los recortes financieros producidos desde el principio de la crisis económica mundial. Su nombre real, DHUB o Design Hub, no escapa a las manipulaciones políticas. Refleja un intento de no parecer un museo, aunque en el fondo lo sea en parte, de expresar las interconexiones entre las diferentes disciplinas que albergará y de crear dinámicas de trabajo en red entre sus diferentes usuarios, a imagen y semejanza de los grandes aeropuertos. Para muchos, es una apelación tremendamente pedante para un megaproyecto de una utilidad dudosa, ya que reagrupa las colecciones de tres museos pequeños ya existentes (el Museo Textil, el de las Artes Decorativas y el de las Artes Gráficas) que cumplían una función más que digna. El nuevo y brillante edificio, lanzado como un colosal brazo de tocadiscos encima del intercambiador circular elevado que constituye la plaza, debería finalizarse en el 2012. Al final, serán 30.000 metros cuadrados para un centro de investigación y de difusión sobre la arquitectura, el diseño gráfico, el industrial y el de moda. Con un coste final de 96 millones de euros, el proyecto arrastra un pesado lastre financiero nacido del desfase entre el acuerdo inicial y la realidad: el gobierno catalán debía asumir dos tercios del gasto inicial (88 millones) a cambio de recibir de la ciudad de Barcelona el Palacio de Pedralbes para albergar la sede de la Unión por el Mediterráneo, pero de momento no se ha dado el dinero y el Ayuntamiento tiene que hacer frente a las facturas. Y, sobre todo, no se ha definido todavía la estructura jurídica encargada de su administración, en concreto un consorcio entre esas administraciones públicas y empresas privadas del sector industrial. De momento, el comisario tiene que avanzar definiendo contenido, sin contar con la decisión política que definirá el modelo de gestión del centro.

El MACA

Después de años de retraso, el Museo de Arte Contemporáneo de Alicante (MACA) abrió sus puertas al público en diciembre del 2010, con una primera exposición temporal. El centro es el resultado de la ampliación del antiguo Museo de la Asegurada, que ha multiplicado casi por ocho su espacio expositivo con los 4.700 metros cuadrados actuales, y cuenta con cuatro salas y un auditorio de 200 plazas. En realidad, ya se había inaugurado oficialmente en mayo del 2010, aunque entonces vacío de contenido y sin abrir al público. Hoy, y a pesar de esa primera exposición, el museo carece todavía de colección permanente.

El concejal de cultura de Alicante, afiliado al Partido Popular, anunció en la inauguración que se trataría del cuarto o quinto museo de arte contemporáneo en importancia de España, pero la oposición en el concejo municipal reprochó la lentitud de unas obras aprobadas en el 2002, que no empezaron hasta el 2005 y cuya construcción se alargó cinco años. Se denunciaron por otro lado un incremento del 70 por ciento de la factura total (12 millones de euros, en vez de los 7,1 previstos) y la inauguración de un edificio vacío que no era todavía realmente un museo. Sorprende asimismo la poca reacción ciudadana frente a un espacio tardío, caro, sin colección permanente expuesta, sin página web propia y sin fecha para su uso real como museo. Es quizás una muestra más de las carencias de una educación artística extremadamente deficitaria en España, donde no se concede al patrimonio cultural su valor instructivo esencial.

Infraestructuras sin el apoyo de una mejor educación artística

Estas costosas vitrinas, nacidas a menudo de necesidades ciudadanas reales, pero en otros casos de la pura vanidad política, contrastan hoy con un tejido de compañías de danza o de teatro y de festivales privados en claro sufrimiento por culpa de los recortes a las subvenciones, y cuya vitalidad es sin embargo muy necesaria para la cohesión social. No obstante, remontándose a la raíz del «árbol de problemas», muchos apuntan a una dificultad de fondo mucho más grave, recurrente y poco mediatizada: la falta de una mejor educación artística y cultural en la enseñanza pública. En paralelo a la construcción de nuevos teatros o museos, faltaba consolidar mucho más esta base educativa ya desde el principio de los años ochenta, para contribuir realmente a la creación de nuevos espacios públicos y dar a la ciudadanía el suficiente bagaje cultural para expresar mejor sus inquietudes culturales y que se sintiera más atraída por la nueva oferta cultural.

El panorama de la educación artística y cultural en la educación pública y gratuita en España es hoy bastante desolador. Los planes de estudio carecen de coherencia y de recursos para la enseñanza de la música o de las artes plásticas, dejando el destino musical o coreográfico de los niños, o su expresividad plástica, al albur de las redes privadas —y de pago— de los conservatorios. Se trata de una ausencia grave que contrasta de manera algo chocante con el propio texto constitucional de 1978, rebosante de referencias a la cultura; fue una de las primeras cartas magnas modernas que se atrevieron a expresar de manera tan clara la protección del derecho a la cultura (artículo 44). Destacan en ella precisamente las disposiciones relacionadas con una efectiva participación de los jóvenes en la vida cultural (artículo 48), así como de la población en general (artículo 9.2). La Constitución organiza también un complejo reparto de competencias culturales entre las Comunidades Autónomas (artículo 148.1) y el Estado (artículo 149.1), y reitera que este «considerará el servicio de la cultura como deber y atribución esencial», además de organizar la protección de la creación artística (artículo 20.1) y del patrimonio (artículo 46).

Son referencias a la cultura y al «derecho a la cultura» que siguen la nueva visión internacional surgida después de la Segunda Guerra Mundial y con los Pactos Internacionales de 1966 de las Naciones Unidas, sobre Derechos Civiles y Políticos, y Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que otorgan a la cultura un valor central para el desarrollo humano. Los llamados «derechos culturales» encontraron a partir de entonces un mejor sitio en los textos constitucionales, si bien es verdad que falta todavía un desglose más claro de lo que suponen realmente. El mismo «derecho a la cultura» carece de una aceptación conceptual universal que facilite su aplicación concreta a través de los instrumentos constitucionales y legales.

La positivización de los derechos culturales es desde luego un tema recurrente de debate, y, si bien el «derecho a la cultura» beneficia de una larga trayectoria doctrinal y se ha ilustrado a través de numerosos instrumentos legales y constitucionales, suele concretarse en realidad a través de otras libertades fundamentales como la de expresión o la de acceso a las infraestructuras culturales, que son más directa y fácilmente aplicables. Buena prueba de este problema conceptual es la dificultad de reivindicar «directamente» el derecho a la cultura. Por ejemplo, en España el «derecho a la cultura» del artículo 44.1 no es susceptible de ser invocado en un recurso individual de inconstitucionalidad (recurso de amparo), porque figura como uno de los «principios rectores de la política social y económica» y no como uno de las «libertades y derechos fundamentales». ¿Será porque no corresponde a algo tan concreto como un «techo» o un «trabajo»? Quizás, pero es en todo caso la prueba de que concreción es justo lo que les falta a los derechos culturales, en particular a uno de ellos, el derecho a la ecuación artística.

Por lo tanto, la educación artística en sí, al no beneficiarse de una garantía constitucional clara, se queda entre dos aguas —el derecho a la educación y el derecho a la cultura—, sin beneficiarse directamente de una protección efectiva desde el punto de vista de las libertades fundamentales. Por su especificidad, por el valor añadido que aporta tanto al ser humano como al conjunto de la sociedad, esta educación artística bien merecería un reconocimiento particular a modo de discriminación positiva entre las diferentes ramas del derecho a la educación o de los derechos culturales. No sería en este sentido el primer ejemplo de discriminación positiva en el terreno de los derechos culturales: la Constitución española protege especialmente, por ejemplo, el derecho de acceso a la cultura de los prisioneros, en la medida en que el artículo 25.2, que se lo garantiza, sí puede ser objeto de un recurso individual de amparo. Un expreso derecho a la educación artística, infantil y gratuita nos aportaría por lo tanto un elemento claro y concreto de respuesta en cuanto a la definición de estos derechos culturales, tan debatidos y tan poco traducidos todavía al derecho positivo constitucional. ¿He aquí, acaso, un eslabón perdido entre los derechos a la educación y a la cultura? Se trataría de cualquier modo de una garantía clara para dar más sentido y base a los megaproyectos culturales descritos anteriormente.

¿No habría llegado el momento de reconsiderar los modelos culturales, en un país llegado al final de una etapa de su reconstrucción democrática y cultural? De hecho, algunos proyectos no siguen estos mismos cauces políticos tan alejados de las necesidades educativas, y una institución en particular se perfila como ejemplo de proyecto bien pensado, el Centro Cultural Internacional Oscar Niemeyer, en Avilés, localidad del Principado de Asturias. Con un presupuesto inicial relativamente reducido de sólo 24,5 millones de euros, y que sólo se incrementó en ocho más, el centro es el resultado de la estrecha colaboración del genial arquitecto brasileño de 103 años, tan preocupado por llevar la cultura hacia todos y de manera igualitaria, y de una administración local deseosa de dotar a la ciudad de un atractivo centro cultural y educativo. Ganador en 1989 del Premio Príncipe de Asturias de las Artes, Niemeyer quiso regalar a esa Comunidad Autónoma una obra simbólica, con motivo de los 25 años del galardón, celebrados en el 2006.

Construido en sólo tres años, con el excepcional acuerdo de todos los partidos políticos y tras un cuidado estudio de su emplazamiento y de las necesidades ciudadanas, el centro ha contado desde su propia concepción con el pleno respaldo de la población. Empezó incluso a ser activo antes de la propia construcción, programando numerosas actividades y consiguiendo ya el reconocimiento internacional. A finales del 2007, Avilés acogió así el primer G8 de la cultura, con la presencia de representantes del Centre Pompidou, del Lincoln Centre o de la Biblioteca de Alejandría, y en paralelo a las obras empezó a desarrollar acuerdos de colaboración con grandes centros como el Carnegie Hall de Nueva York, el Old Vic de Londres o la Academia del Cine Europeo. Cuenta en su consejo asesor con personalidades de renombre internacional como Woody Allen, Paulo Coelho o Stephen Hawking.

Construido en pleno centro de Avilés, en un terreno antes degradado de su zona portuaria, quiere dar a la cultura un papel esencial en la ciudad. Lo componen cuatro construcciones repartidas en una gran plaza: un espacio expositivo diáfano en forma de cúpula, un auditorio, una torre mirador con restaurante y un edificio multiusos para cine, teatro, danza y exposiciones. Es un espacio abierto a todos, con un auditorio sin palcos para borrar diferencias y un escenario que puede abrirse tanto hacia dentro como hacia fuera, para los espectáculos al aire libre. Se trata del único edificio de Niemeyer en España, es ya icono de los asturianos y pronto será un centro de referencia en Europa, concebido, eso sí, con una clara visión de lo que son los derechos culturales y educativos, porque, como indica el propio Niemeyer, «una fundación con sentido social que busque la justicia es lo más importante, es más importante que la arquitectura».

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